El consulado de Alemania en Córdoba queda atrás de un taller mecánico en Villa Páez.
Es una oficina rectangular con alfombra beige y posters de ciudades a las que nunca iré como Bremen o München.
La secretaria es amable y previsiblemente rubia, no se entiende bien si es argentina o alemana porque su español suena duro y cuadrado. Al terminar la entrevista me dice:
- Yo hace seis años que estoy esperando que me reconozcan la ciudadanía, asi que imaginate…
Afuera llovía, era Febrero. Nos habíamos levantado temprano para ir a hacer la consulta. Yo todavía estaba un poco dormida. Fuimos por un café a una estación de servicio.
Mirando la hojita fotocopiada que la secretaria nos había entregado (con innumerables escollos burocráticos para residir en Alemania) me largué a llorar.
Soñé que me despertaba en un auto en medio de la ruta, estaba tendida en el asiento trasero, tapada con un peluche blanco. Afuera del auto, mi chofer lloraba porque el auto se había roto y no podía arreglarlo, yo lo miraba muda e inmóvil: tampoco yo podía ayudarlo.
De repente, llega una ambulancia, una suerte de raid paramédico-mecánico que acude en su ayuda.
Mientras unos técnicos revisan la avería (un neumático aplastado, muy raro) la psicóloga ofrece apoyo y contención al chofer. Lo abraza como a un niño y le acaricia la cabeza, consolándolo.
La psicóloga no es otra que una ex compañera mía del secundario con la que me cruzo constantemente en el barrio porque se mudó a la vuelta de mi estudio. Las dos hacemos de cuenta que no nos reconocemos, en una comedia idiota y resentida. Seguro que actualmente es psicóloga o asistente social, seguro que sería capaz de hacerme sentir tan mal conmigo misma en la realidad como en este sueño.
Mientras acunaba al lloroso chofer, yo, sentada junto a ellos no podía decir ni una palabra.
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