Todas las chicas que se llaman Saskia tienen
cara de muñeca, con mejillas rosaditas mientras
caminan por una calle azul.
Con una blancura imposible en el cuello, tocadas con un
gracioso pañuelo. Todas las chicas que se llaman Saskia
son bellas. Todas trabajan como editoras de revistas
que sólo pueden existir en Escandinavia porque la
economía permite la diversidad, al menos por un tiempo.
Como esos escaparates inexplicables en Berlin
o el bar de Linienstrasse, cuya dueña (rubia y
probablemente Saskia) abría todas las mañanas (no todas en realidad) alrededor de las 11
AM. Yo la miraba por la ventana mientras desayunaba. Estaba siempre divina y acomodaba
los almohadoncitos de su Bistró calzada con unos zapatos que yo nunca tendría el coraje
de usar antes del mediodía. Ni a la tarde, ni nunca, mirando por la ventana y sintiéndome
bruta-fea.
Todas las Saskias salen por la noche a divertirse con sus amigos, compran ropa en COS y
toman capuccinos. Todas viajan mucho y se imaginan que les gustaría conocer
Latinoamérica.

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