27 ene 2011

Culebróndel 2007 - Primera entrega

Entonces  pensó que  no había sido lo suficientemente  rápido como  para verlo venir:
Darlo había  mudado completamente su piel en pocos días, delante  de sus  ojos.
Ahí estaba: dándose una ducha mañanera (eran casi las doce)  con la puerta  del baño en suite totalmente abierta.
Cayo,  tirado sobre la cama deshecha, podía observarlo bien, quizás con un poco de timidez: aún le chocaba un poco la soltura con la que Darlo  exhibía su cuerpo. Aunque hubieran pasado ya cuatro meses desde que  andaban juntos, las desnudeces de Darlo siempre lo hacían sentir un poco provinciano, antiguo.
Mientras  lo miraba (desde la  semioscuridad del cuarto el baño se veía  tan luminoso, la espuma blanquísima  sobre la piel  de Darlo, las toallas  como de hotel,  el marco de la puerta encuadrando  la escena…) pensó  que  sus cuerpos eran casi iguales:  cortos, fibrosos y oscuros, de inequívocos rasgos  aborígenes. Darlo, así desnudo, podría ser  su hermano. La diferencia era, por ejemplo, el morral  que  Cayo usaba día  y noche, comprado en uno de esos kioscos del Subte en una escapada que hicieron a Buenos Aires cuando hacía unos  diez días que se conocían.
A  Darlo se le ocurrió de un momento a otro que podían tomar el próximo vuelo a  Aeroparque. Ese fin de semana tocaba no sé que banda en el Luna Park. Cayo, un poco lento y aturdido por tanta hierba,  pareció comprender que sí, las cosas eran  posibles con la tarjeta de  crédito de  Darlo.
No había que pensarlo demasiado, de hecho, Darlo ya estaba  comprando los pasajes  online. “Es la primera vez que  voy a subir a un avión”  pensó Cayo, mientras la impresora escupía sus tarjetas de embarque.
El resto fue vértigo: el hotel,  el sexo desordenado, en todo momento y lugar,  los pequeños escándalos de fumados en los restaurantes, las vidrieras de  Palermo…


El morral  fue el primer gesto de  desesperada necesidad de ser como Darlo, lo encontró de casualidad mientras esperaban el tren  (les encantaba viajar en Subte, les daba sensación de gran ciudad). Era la versión barata del morral de Darlo (neoprene gris, muchos bolsillos) y  Cayo se deslumbró, tanto por el parecido como por  el precio, totalmente accesible para su  exigida billetera. Lo compró, bajo la mirada  incandescente de  Darlo.
Ahora se sentía un poco estúpido por su inocencia, mirando el morral  ya deshilachado, colgando de su hombro. Darlo nunca se lo hizo notar, pero  ahora el podía distinguir esas diferencias y esta mañana mas que nunca.
Solo había pasado un fin de semana desde  la más cercana intimidad a este momento en que, Cayo, vestido,  tirado en la cama, observando a Darlo bañarse,  recién levantado,
a miles de kilómetros, casi a una vida de distancia…


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