11 mar 2011

Culebrón del 2010- Primera entrega



El ventanal  de la derecha estaba poniéndose  azul  desde hacía rato, una parte de  él  lo había  notado pero, claro, la otra parte estaba ocupada en contemplar con éxtasis ( como si no hubiera  vivido aquello  una docena de veces ya, en otros hoteles, en otras décadas) como  la bellísima chica que  se contoneaba sobre su regazo  desplegaba  un  torpe streap tease, demasiado borracha, enredándose en sus kilométricas piernas, carente de toda gracia pero absolutamente irresistible por  el  hecho de ser tan  joven y tan  fuckin´ hermosa.
El día  estaba despuntando, era evidente ahora. La  ciudad afuera se hizo real y dolorosa.
Como  una verdad desagradable  a la  que  uno se esfuerza por restarle importancia haciendo todo lo contrario de lo que se  supone que debería hacerse.  El dolor  vuelve con  el primer atisbo de  lucidez, cuando  los efectos de lo que sea que  uno haya tomado  o hecho para  contrarrestarla, empiezan a desvanecerse.
La verdad   luce  triste y vulgar, como  un rostro avejentado en el espejo.

Era algo que siempre le  ocurría,  esto de  percibir como las ventanas o  alguna pared cercana empezaba a teñirse de ese azul  agudo  del amanecer.  No importaba cuan estridente fuera la fiesta:  podía   percibirlo aún  a través de  un bosque  de piernas adolescentes que  se abrían para complacerlo, con narices empolvadas y botellas de champán ocultas entre las sábanas. Naturalmente solo una parte de él lo percibía. La parte más silenciosa, que se resistía a entregarse  al fluir del exceso, y  que  permanecía alerta observándolo todo.
La imagen de la ventana o la pared poniéndose azul  volvía dias después, cuando estaba  solo, en el  estudio o  en su casa. Era  una imagen  que lo obsesionaba:  una ventana que vá poniéndose azul y  la  fosforescencia  vá  impregnando  la habitación, a veces en plena  fiesta,  otras  veces cuando la fiesta había terminado  y  no quedaban mas que cuerpos  bonitos, envueltos en sábanas  blancas, apaciblemente dormidos en un desorden glamoroso.  Esa era  su versión favorita de la  escena.
Silenciosamente, la imagen se trabajaba en el background de su  conciencia, cargándose de  misticismo personal, rodeándose de preguntas incontestables, acaso  exagerando su valor  estético.
Era  una imagen íntima, nunca  había podido siquiera escribir una letra  sobre esto ni  componer una simple  canción… tan inasible le resultaba  la experiencia.
La chica se desmoronó en sus brazos ya completamente  desnuda. 
Soltó una risa que le sonó  impostada. Con ella  inconsciente, no quedaba  en la habitación  nadie  a quien engañar, salvo a si mismo y  notó que estaba terriblemente  cansado de actuar.
De todas maneras  tampoco  hubiera podido, había tomado tanto como ella: mucho de todo. Si aquello  había  derribado aquel insaciable cuerpo joven, imaginen lo que le había  hecho a este  viejo rocker.
Notó que estaba un poco aturdido y que el cansancio le  llegaba como  en olas, cada  vez mas altas. Nothing  new…  esto era algo que solía pasarle  desde hace unos meses.. sería cuestión de dormir un poco.
Con lo que le  quedaba de fuerza  se incorporó para  empujar a  la chica, quitársela de encima y poder estirarse.
La habitación parecía inundanda de silencio.  Repentino, extrañamente denso.
Se recostó  sobre la derecha para poder mirar la ventana, con mucha dificultad porque su  cuerpo se sentía  extraño, inusualmente pesado. La ventana estaba hermosa, un  azul  helado salpicado de  rojas lucecitas de antenas.
Triste  y sublime.
El silencio era  tan tenaz que tuvo la sensación de que estaba compuesto  de algo similar al relleno de la almohadas. Fijo en la  ventana creyó por un momento que nadaba  en el  cielo, que  el cielo o el aire  de la madrugada había inundado el hotel, y él  (su lado B austero y postergado)  buceaba libre  en esa maravillosa agua  sin fin.
Ya casi no respiraba, cuando  cayó en cuenta de que seguía acostado.
La verdad  dolorosísima,  la necesidad de compensar todo lo que hizo mal, el amor que no se dio, la vergüenza del autoengaño, la oportunidad que  nunca se permitió. Las ganas terribles de llorar  pero no  tener la fuerza suficiente para hacerlo.
Consciente   de que  un silencio así  no era normal,  como tampoco lo  era  dificultad notable para respirar o  el increíble peso de su cuerpo, quizo articular un último deseo: pararse, caminar hacia la ventana y mirar  como las nubes cobraban  relieve muy despacio, acaracolándose en  imposibles matices   celestes.
Pero su cuerpo no se movió.

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